Encuentros Surreales Jueves 26 de agosto 22









Hoy nos juntamos con el amigo Mau  para hacernos participes de una noble causa, donar sangre. Antes, y a fin de quedar bien parado después de lo que sería la vampiresca tarea de donar mi sangre, desayuné "algo contundente". Ahí, en un carrito afuera del hospital, me serví una marraqueta con pernil y pebre cuchareao bien picante, después, cuando me iba, me pedí en el carrito del lado, de puro tentao, una empanada frita rellena de hirviente queso y me fui pensando quemandome los labios en el aporte energético y nutricional de este tentempié. Ingresé al hospital puntualmente y una diligente mujer, buenamoza, me dijo que sin carnet no se podía y cuando le pregunté si aceptaba la copia que le mostré del celular ella como que la pensó por una fracción de segundo pero después sentenció <<Tiene que ser el carnet original, podría hacer una excepción pero está difícil porque andan supervisando>> Me retiré de la sala repitiendo sarcástico esta última frase. Después llegó mi amigo y también rebotó, en su caso fue por el cuestionario y ante la pregunta sobre las drogas señaló que consumía hongos psicodelicos, bastó con eso para ser rechazado como donante. <<Como no entienden que los honguitos son medicina>> repetía mi amigo. Ante el fracaso que tuvimos al intentar tenderle una mano a mi suegro por el amor y cariño que le tenemos a F, nos retiramos del hospital bastante frustrados y más que nada, desilusionados con el "sistema". Mi amigo fue por su bicicleta al estacionamiento y, justo cuando retiraba la cadena de seguridad, un joven guardia se nos acercó enarbolando un cuaderno de registro en sus manos, entonces le consultó el nombre a mi amigo. Fulano de tal, le contestó este, amable y divertido. El guardia, al no encontrar su nombre en la lista le dijo frustrado: Parece que olvidaron anotar su ingreso. Con mi amigo nos reímos y el guardia se retiró confundido tan presto como había llegado. En medio de un calor galopante cruzamos avenida Santa Rosa hacia el poniente, ofuscados por el fracaso de nuestra misión, obstaculizados por la absurda burocracia y la falta de cooperación de los funcionarios. Mi amigo sugirió ir por comida casera a un restaurante económico de los alrededores. Recorrer el barrio Franklin en busca de una "Picá" donde servirnos algo bien chileno, fue nuestro siguiente objetivo. Bajando por la agradablemente poco transitada calle Chiloé, nos sorprendió un viejo barucho que está a medio morir saltando y que lleva el mismo nombre de la calle "Bar Chiloé". Un par de puertas desvencijadas "con sus derrotas mordiéndole el alma" llamaron mi atención. Abrí una hoja para otear al interior, en primer plano tres personajes conversaban animados alrededor de una mesa y unas cañas con un brebaje color café con leche; uno de ellos, el que se parece a Daniel Muñoz, el actor y folclorista, se me quedó mirando fijo como yo a él. Una vez nos adentramos fuimos abducidos a este submundo del pasado. Altos paredones empinandose al cielo se elevaban como las velas de un barco, desteñidas y sucias por el paso del tiempo, el sol y la sal. Colgaban de estas paredes, como vistosos banderines, variedad de letreros pintados a mano con frases motivacionales:

"Cola de Mono Heladito"

"Pida Aquí El Rico Pipeño"

"Aquí La Mejor Chicha Del Barrio"





En una esquina del bar parapetados tras una verde mesa de melamina, unos parroquianos me miraban con cara de pocos amigos. Me sentí como un intruso, irrumpiendo en su sagrada y religiosa ceremonia del medio día. Los miré con curiosidad, igual que ellos a mí, como quién prende la tele y se queda prendado de una película que ya va por la mitad. Desde mí ángulo de visión me. parecieron un par de marineros a punto de zozobrar, afirmandose a duras penas de la proa de su destartalado barco antes del inevitable naufragio. Imaginé que ellos me veían como un pirata a punto de abordar su embarcación. Un asunto de perspectivas, me dije. 





En la otra esquina del bar un viejo Burlitzer de los años 80s tocaba la canción "Nadie es Eterno" de Los Llaneros de la Frontera. A mí espalda, grandes cortinas plásticas colgaban del techo como sabanas transparentes, tras de estas traslúcian unas destartaladas estanterías llenas de viejas botellas de vino y licores cubiertas de polvo y telarañas. Un gran afiche enmarcado de Elvis al centro y otro par de cuadros de paisajes a los costados, unas fotografías de los locatarios con varios años menos, un horno microondas, una máquina de jugos (de esas que me hipnotizaban cuando era niño) y, los propios locatarios, de carne y hueso, tras la barra, absortos en ninguna cosa en particular, como esperando su muerte. Después de bebernos un delicioso Cola de Mono casero conversando acerca de proyectos y vivencias nos retiramos tan rápido como habíamos llegado. Mi amigo pagó los tragos, tres mil pesos en total. Continuamos nuestra búsqueda de un buen lugar para almorzar.




Así fue que llegamos al final de la calle Chiloé, antes del Mercado Matadero Franklin, al frente de este, nos detuvimos en un local comercial..., "PRODUCTOS ESOTÉRICOS" anuncia un gran letrero pintado sobre el umbral en su entrada, ahí el amigo me compró, a modo de regalo, bailahuén en ramas, cosa muy difícil de conseguir por estos días, el bailahuén. Ahí mismo preguntó por un buen dato para almorzar.



—Queremos comer comida casera.
—Vayan donde la Laurita, ahí es bueno— nos anunció un señor delgado de pelo liso teñido negro con betún, muy engominado, bajito y encorvado con pinta de Drácula de dibujos animados. Levantó su brazo y con su mano izquierda nos indicó la ruta a seguir. Nos fuimos en la misma dirección
—¿Cómo se llamaba? le consulté luego a mi compañero de viaje.
—Algo de Laurita —me respondió, con aparente esfuerzo por recordar lo que hace menos de dos minutos nos había indicado Drácula. Al fin llegamos, estaba ahí mismo donde nos había señalado el hombre salido del pasado, como gran parte de los habitantes de este antiguo barrio. "La picá de la Laurita" Un humilde restaurante en una esquina, con demasiados ventanales para mi gusto, más con pinta de fuente de soda de finales de los años 70s que de picada propiamente tal. Después de ubicarnos en una pequeña mesa pedimos al garzón el plato que previamente habíamos leído en una pizarra a la entrada.
—¿Que van a ordenar mi pana?—nos consultó un joven hombre con acento extranjero (eso ya me mató el sentimiento que buscaba.)
—Yo quisiera unos porotos con longaniza ¿Esos son con rienda?
—Si mi pana
—Yo quiero lo mismo—dijo mi pana sin dudar.
—¿Algo para beber?
—Para mí nada
—¿Seguro que no quieres tomar algo?
—Sí, seguro.
—¿Tienes jugos?
—No mi pana, lo siento, solo bebidas, agua mineral, té o café.
—A entiendo, entonces traeme un agua mineral con gas.

  No habían pasado ni tres minutos cuando apareció una garzona muy atractiva pero muda, con ambos platos que los puso en su lugar sin pronunciar una palabra. El garzón se asomó para preguntar si mí amigo quería el agua mineral con o sin gas. ¡Con gas!, contestó mi amigo sin apartar la vista de su celular. Me devoré los "porotos con rienda". Cuando terminé mi amigo iba recién por la mitad.
—¿Ya terminaste? Te los devoraste.
—Es que estaban deliciosos, cremosos, suaves. Lo único que no me gustó mucho es que los tallarines están picados. Riendas cortadas jaja. Me paré a pagar y por equivocación le pedí la cuenta a la cocinera, la felicité por la buena comida, sonrió apenas. A ella le tiene que pagar, me dijo con voz seca, indicando a una señora que estaba en el mismo mesón un metro y medio mas allá.
—¿Cuál es el RUT para transferir?
—Cincuenta y seis tres cinco uno tres tres guión siete.
—Cinco millones seiscientos treinta y cinco mil ciento treinta y tres raya siete—repetí en mí mente mientras ingresaba los datos en el celular, donde me pide nombre y apellido del titular de la cuenta puse, La picá de la Laurita.
—¿Cuanto es?
—Siete mil seiscientos.
—¿Incluye la propina?
—No
—¿Se puede incluir todo junto?
—Sí, no hay problema
—Oka, lo cerramos en nueve mil entonces. Terminada la operación le mostré la pantalla a la señora y me alegó porque no aparecía su nombre. Le puse el nombre del local para recordarlo cuando vuelva a comer por estos lados, le dije agradecido. Siguió disgustada. En eso apareció la garzona muda y miró la pantalla de mi celular. Si, está bien, dijo como a la rápida. Entonces nos retiramos tranquilamente sin pena y sin gloria de ese lugar.






La idea ahora era buscar un sitio tranquilo donde fumarnos un tabaco, reposar el almuerzo y seguir con la buena conversación. Saliendo dimos una vuelta y tras unos pocos pasos estábamos caminando por entre las carnicerías del Mercado Matadero. Seguimos por un pasillo donde se veían a ambos costados vitrinas abarrotadas de distintos cortes de carne de vacuno y cerdo, además de puestos vendiendo especias y legumbres, otros frutas y verduras, todos esos aromas fusionandose en mis sentidos me evocaron recuerdos de cuando paseaba con mi madre por este mismo sitio que no ha cambiado mucho en casi cincuenta años. Al salir del mercado llegamos a un gran patio de estacionamiento repleto de autos.. Monstruosa realidad. Fealdad suprema sin identidad. Autos y más autos nuevos, viejos, último modelo y old fashion, al lado de camiones y camionetas. Una pila de fierros que realmente no me provocan mas que asco. Íbamos cruzando rápidamente este infierno cuando mi amigo se quedó petrificado mirando un gran mural que yo no había advertido y que estaba justo a un costado nuestro, a unos cincuenta metros de distancia. El mural es de unos ochenta metros de largo y unos seis de alto aproximadamente. En él se retrata a dos mujeres, vestidas como bailarinas de ballet, recostadas por delante de sus cuerpos, apoyándose en sus codos conversando felices mirándose de frente. <<Que belleza>>, exclamó anonadado mí amigo; encandilado, mirando aquel lienzo pintado en toda la extensión de la gran muralla externa de un viejo galpón.




—Esto tengo que fotografiarlo— exclamó enseguida aún con la boca abierta.
—¿Andas con cámara? —, le pregunté yo, buscando desesperadamente una sombra donde refugiarme.
—¡Claro poh!, si te conté que andaba con cámara—. Yo, sin recordar en qué momento fue que me contó, sin dudar de sus palabras, me sentí un poco avergonzado de no haberle puesto atención.
—¡Chucha hueón! no le puse la tarjeta de memoria ¡Puta, como tan hueón!— maldijo al viento mi amigo con un gesto de desolación mezcla de rabia e impotencia.
—¿Habrá algún lugar por aquí donde vendan tarjetas?— me preguntó en seguida con gesto desolador y cara de niño bueno.
—Si, claro —le respondí , muy desganado y con poco entusiasmo, como sabiendo la que se me venía—. ¡Pero espera! parece que justo ando trayendo una acá que es del celular de F, como le regalaron uno nuevo le instalé una tarjeta con mayor capacidad y me guardé la vieja. Al enseñarle la Micro SD con toda mi ilusión, mi buen amigo, ahora más decepcionado, me dijo:
—Mmm no sirve, para cámara son grandes no micro.
—Ah, entiendo, ¿y no andas con el adaptador?
—En la casa tengo.
—¿Y como no andas trayendo, deberías ser más previsor?
—Si, siempre lo hago, pero ahora como tenía que llegar a una hora especifica para donar sangre y estaba atrasado, salí apurado y por lo visto me olvidé.
—Cruzando el Mall del mueble está el persa de los celulares, ahí deben vender tarjetas de memoria.
—¿Vamos?
—¡Vamos! —declaré apoyando a mí amigo ahora con resolución. Y salimos rápidamente de ese lugar.





—Por ahí está la entrada —le indiqué a mí camarada de viaje que me siguió con su bicicleta a cuestas y sin dudarlo. Yo caminé seguro de mis pasos hasta el próximo portal. Ingresamos por una gran nave central, alta y maciza de hormigón. Fue un alivio entrar al Mall del Mueble, el calor y el ruido externo de pronto desapareció. Los pasillos, con baja iluminación y aislados del calor externo, estaban casi vacíos, salvo por algunos locatarios que de vez en cuando nos ofrecían pasar a ver sus distintos muebles y artículos para el hogar.
—¿Que anda buscando? Consulte no más. Sin compromiso
  Lavadoras, refrigeradores, closet con sus puertas estampadas, mini bar, lavaplatos, living y comedores, de un cuanto hay para el hogar, algunos muebles muy feos y de baja calidad y otros bien decentes.
—Aquí hay para todos los gustos y presupuestos —comenté, hablando como un experto. De pronto nos sobrepasó una mujer rubia de tez blanca y ojos azules, unos cuarenta años bien llevados, dueña de un cuerpo macizo y voluptuoso, hermosa ella, me miró de reojo cuando me di vuelta a ver de quién salía esa voz sensual y melodiosa que sentía aproximarse por mi espalda. Con tono profesional, ella le conversaba a un señor que no parecía ser su pareja, regordete de unos cincuenta y tantos años, casi calvo, moreno, caminaba apurado ignorando todo lo demás. Una última vuelta por el laberinto y salimos, regresando al calor, a los autos y al ruido exterior. Cruzamos la calle Placer y nos sumergimos en una aventura más de este singular día. Un día como de sueños con distintos escenarios y realidades. Hasta el momento que el amigo se dió cuenta del olvido de la tarjeta de memoria todo había fluido sin mayores contratiempos, exceptuando que no pudimos donar sangre siendo que era ese el propósito original de esta junta. Obviando eso, la atmósfera espiritual y comunicativa entre nosotros había fluido en ambas direcciones casi todo el tiempo. Ahora mismo esa comunicación fluida estaba perdiéndose en la obsesión de mi amigo por encontrar algo similar o igual a lo que había olvidado en casa. <<Salir con la cámara y olvidar ponerle la tarjeta de memoria es como irse de paseo en el auto a un lugar lejano y olvidar ponerle bencina>>, le dije en tono de broma.
  Una vez me pasó eso en mi pequeño Spark, recuerdo que fue una eterna odisea ir a buscar bencina a pie, eso no fue nada al lado de lo que me esperaba al regresar. Al volver aliviado con la bencina pensando que la pesadilla había terminado, encontré mi auto abierto con las chapas reventadas, todo revuelto adentro y un vidrio quebrado. Aprendí la lección de la peor manera. Después de haber sufrido "la pana del hueón" intento andar siempre con la bencina suficiente para ir y volver de cualquier lugar.
  El persa Bío Bío ya no es lo que era. Ahora está lleno de pequeñas tiendas en donde se venden celulares, repuestos, reparación, accesorios y de un cuanto hay para estos aparatos. Hace más de diez años venía aquí con mis hijos casi todos los fines de semana. Me gustaba toda la electrónica y tecnología, sin embargo estos locales eran sólo una pequeña parte de esos recorridos. Ahora mi obsesivo amigo preguntaba en cada uno de los locales por la tarjeta que llenara sus expectativas. Esta tenía que tener el único gran requisito de no ser una micro sd, de esas que usan los celulares, sino una SD sin adaptador. Después de recorrer los mismos pasillos una y otra vez siguiendo de lejos a mí amigo que estaba empecinado en encontrar lo que buscaba. Me quedé quieto observando su frustración. Entonces, cuando lo vi salir de vuelta a la calle, lo alcancé y lo paré en seco.

—Mira a tu alrededor—, le dije en un momento en que, además de exhausto estaba mosqueado, chato, choreado, cabreado de andar en busca de la bendita SD Card para sacar una foto de un mural que a mí no me parecía la gran cosa—. En la primera tienda que consultamos unos quince minutos atrás era en la única que tenían la Micro SD con adaptador para SD. 
—Si, pero esos adaptadores son charchas, salen defectuosos, cagan a la primera.
—¡Y que importa! con tal de que puedas sacar una foto, si cuesta cinco lucas no más, tampoco es la gran inversión que vas a hacer—. Entonces, mirándome con una mezcla de angustia, mosqueo y desesperación me pidió que fuéramos hacia Los Galpones. Yo, devolviéndole la misma mirada, le dije que ya era suficiente, que no valía la pena tanto esfuerzo por una foto de un escenario que iba a seguir ahí mañana y de seguro que la próxima semana.
—Si te obsesiona tanto tomar la foto ahora compra la tarjeta con el adaptador y que importa si después, con el uso, el adaptador falla, con tal de que puedas tomar una puta foto ahora, misión cumplida.
—Tienes razón, estoy demasiado metido con la huéa, vamos por la primera que vimos, te voy hacer caso.
—Claro, para que complicarse tanto, se está arruinando un día que estuvo genial hasta ahora. Además los Galpones no abren en la semana.
—¿Estai seguro de eso? pensé que abrían.
—No, claro que no. Una vez pasé en día de semana en el auto por aquí cerca y quise aprovechar de comprar algo en los Galpones y estaban cerrados.
—¿Fue pa la pandemia?
—No, antes, hace como cuatro años. No había nada abierto. Ahí supe que solo abren los fines de semana.
  Una vez que, finalmente mi amigo se. decidió por la primera opción que habíamos visto y compró la tarjeta, volvimos nuestros pasos por el Mall del Mueble. Regresamos al horrible estacionamiento donde está el famoso mural. Cuando íbamos entrando al infierno me vino un espantoso retorcijón de estómago, unos pasos más adentro me vino otro y luego otro y otro más. Me refugié en la sombra de un camión y esperé a que el dolor no volviera. El. fotógrafo hacia todo el aparataje de sacar la cámara del bolso, ponerle el lente y abrir el compartimiento donde va inserta la tarjeta.
—¿Por donde la saco?— me preguntó con la angustia de un niño mostrándome la tarjeta dentro del display.
—Por detrás traen un prepicado —le contesté con desgana, definitivamente no estaba disfrutando su epifanía.
—Error de tarjeta —me dijo, con una cara de culo que me causó risa.
—¡¿Qué?! ¿Cómo que error de tarjeta? ¿La nueva?
—Sí, cagamos, ya, no importa, dejemoslo así. No creo que quieras volver allá, a que la cambien, corriendo el riesgo de que nos digan que no y no me devuelvan la plata.
   Miré por un momento la frustración de mí amigo y estuve de acuerdo con su sentencia. Nos quedamos callados un rato... 
—Me duele la guata
—Anda al baño, ahí a la entrada cobran 500 pesos.
—No se trata de ir a cagar, no siempre que me duele el estomago  se trata de ir a cagar..., además evito cagar en baños ajenos, por una cuestión de higiene, me gusta lavarme después.
—¿Y por qué no te limpias con un poco de agüita hasta que el papel salga blanco?
—No da resultado, siempre te queda algo de mierda entre los cachetes, y ni hablar de la higiene de estos baños, te podís pegar cualquier cosa— y ahí me alumbré—¡Ah, verdad que compramos bailahuen! (abrí el paquete y saqué un par de hojas, me las eché a la boca y empecé a masticarlas.) Le tengo mucha fe al bailahuen y en general a todas las hierbas.
—Son buenas las hierbitas..., ¿y si vamos a cambiar la tarjeta?
—¡Vamos! que perdemos... igual son cinco lucas y está aquí no más, total lo más malo que puede pasar es que te digan que no. Vamos, pero tú da la cara. ¡Ah, pero antes tengo una idea! ¿Por que no pruebas el adaptador con la micro sd de F?
—¡Bueeena! ¿A ver?... ¡Funciona!
 Sentado en una fuente de agua ubicada al medio del estacionamiento, vi como mi amigo buscaba el ángulo perfecto. Él ya no tenía angustia. Yo, ya no sentía dolor, me animo verlo entusiasmado en lo suyo, enfocando, observando, click, click, click.
—Ya está, saqué varias.
—Ya, pero tienes que devolverme la tarjeta que no es mía, recuerda , yo te mando las fotos después.
—Tendría que ser por "... mail"
—¿Y por gmail no se puede? ¿Es muy pesada?
—Están en RAW, son como cuarenta megas.
—Sí, es muy pesada, mejor llévate la tarjeta, después me la devuelves.
—¿Vamos?
—Vamos. 





Por tercera vez entramos al Mall del Mueble, ya nada me pareció interesante, ni noté que el clima fuera más agradable que afuera. Mi mente estaba enfocada en devolver la tarjeta mala y que todo fuera un éxito.
—Deja vú —dijo mi amigo, que caminaba atrás mío, y soltó una risita cuando íbamos pasando por tercera vez por el lado de los muebles para niños estampados con Spiderman y la Pepa Pig.
—Deja vú —le contesté yo y pensé en cuantas veces en mi vida había cruzado por esos mismos pasillos.
 Al salir a la calle, nos golpeó la misma espesa bocanada de aire que la primera vez. Avanzando con seguridad llegamos al local donde un mujer de acento y rasgos extranjeros volvió a atender a mí amigo. Yo estaba lo suficientemente lejos para no oír lo que decían y lo suficientemente cerca para ver todo lo que pasaba. Vi como la vendedora le buscaba a Mauricio otra tarjeta, la habría, Mauricio la probaba, movía la cabeza negativamente mirando de forma alternada a la vendedora y a la cámara. Nada que hacer, también estaba defectuosa, no era problema de la cámara, y, por lo mismo, no era responsabilidad de mi amigo (creo que él quería dejar claro ese punto.) Al final vi que le alcanzaban las cinco lucas, mi amigo se despedía con una sonrisa coqueta, todo solucionado.
  Ya en la salida del persa, como pensando en la larga vuelta que le esperaba al otro lado de la ciudad, mi amigo me preguntó que para donde estaba la calle Lira.



—Esa es la mejor alternativa porque tiene ciclovía.
—Está para allá atrás—dije indicando hacia el oriente mientras caminábamos en dirección contraria hacia el metro.
—Te dejo en el metro y de ahí yo veo por donde agarro hasta Lira. Oye que loco el día, me gustó pese al percance con la tarjeta jaja. Estuvo bien que me pararas. Ya me había puesto hueón con la huéa. Es que yo soy así, por eso es bueno que me lo digan.
—Jaja, ¡no puedo estar más de acuerdo contigo amigo!

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