Ride Upon The Storm , Cabalga Sobre La Tormenta (parte 1)









Son casi las tres de la madrugada y estoy terminando de configurar el laptop Vaio de mi hijo mayor.

Él me lo vino a dejar por mi casa cerca del medio día de esta mañana luminosa y primaveral . Nos sentamos a la sombra de una higuera en el patio y comenzamos comentando nuestros pobres conocimientos del ritual de san Juan.

-Está bonita la higuera. Podríamos celebrar la noche de san Juan.

-Un primo del sur para una noche de san Juan se comió un gato.

-¿Asado?

-¡Ja! Yo creo que crudo, o cocido a la olla. No se, en realidad no recuerdo mucho; la tía me lo comentó hace tantos años.

Andrés sacó de un pequeño bolsito de tela que tenía atado a su cintura un moledor y lo rellenó con un cogollo de maría que traía envuelto en una hoja de cuaderno arrugada. Hábilmente enroló el pitillo de mariguana y nos pusimos a conversar de la vida y sus innumerables vericuetos mientras dábamos unas piteadas y poco a poco nos elevamos conversando de nuestros gustos, nuestra lucha diaria y necesaria y la evolución de nuestra vida juntos, unida mas aun ahora que estamos durmiendo bajo distintas tablas.. El humo ascendía al cielo despejado y azul del mediodía cerrillano y me iba enterando de esto y de aquello. Asintiendo con la mirada un tanto perdida cada vez que Andrés me detallaba alguna novedad cotidiana acerca, por ejemplo, de la crianza de mi amada y pequeñita nieta.

-Ahora ya no le gritamos, ni la castigamos. Yo conversé con ella y le expliqué el por que debía obedecer cuando se le pedía que hiciera o no algo, y ella es super inteligente. Comprendió y no ha habido mas rabietas.

-Siempre uno dice que sus hijos y en este caso su nieta son mas perceptivos que el resto. Es un cliché, lo se. Pero en el caso de ustedes y ahora el de ella siempre he creído que tienen una sensibilidad, una percepción distinta al resto.


Antes de que dieran la una, Andrés emprendió el retorno y después de subirse arriba de su cleta pistera con ese manillar color bronce que le da todo el estilo, salió raudo hacía su hogar; a unos seis kilómetros de distancia de mi casa. Seguro le tocaba preparar el almuerzo. Yo recalenté unos cremosos y sabrosos garbanzos que preparó mi madre y que el microondas se encargó de arruinar. 

Después de almuerzo me aboqué a la tediosa tarea de respaldar los mas de cincuenta gigas de información entre documentos fotografías y videos almacenados en el Vaio a reparar. En eso estaba cuando apareció mi otro hijo, Gonzalo, el que luego de un afectuoso abrazo y un beso me alcanzo una heladísima lata de cerveza de las seis que traía y sin mayores preámbulos se echó encima de mi cama. Conectó su celular a la tele y se puso a ver una de sus series de animé japonés.  

Pasaron las horas. Encaminé a Gonza hasta un skate park, cerca de casa donde quedó con un amigo para practicar su deporte favorito. El parque esta flanqueado por la autopista Vespucio por el sur y una población tristemente celebre apodada "la villa el tajo" por el norte. El parque, que quedó a medio terminar, semeja una escena de película apocalíptica. Abandonado a la buena de Dios producto quizás de la pandemia o quien sabe que arreglín trucho de los "ilustres."


Regresé a casa por la vuelta  larga aprovechando la suave y refrescante brisa de las tardes de octubre. Guie mis pasos por la caletera de Vespucio en dirección al poniente hasta llegar a la calle Salvador Allende que corre paralela a la vía férrea. En ese tramo la línea del tren semeja una recta infinita y violácea que se pierde en un horizonte  férreo trazado por dos interminables vigas de acero oxidado que soportan el paso de los trenes de carga que van y vienen del puerto de San Antonio a la Estación Central y viceversa. Complementan el desolador paisaje un lecho de piedras de cantera que sirven de cama para los durmientes de madera, y por donde sobresalen malezas aun verdes, basuras ocasionales y mas allá una descuidada arboleda hasta donde se pierde la vista. Poco mas allá el cruce ferroviario con la transitada avenida Esquina blanca, la que debe su nombre a un largo y robusto paredón de adobe pintado con cal y que se extendía antiguamente, por cerca de un kilometro, desde ese punto hacia el oriente. Aun queda en pie parte de este muro que concluye en una punta de diamante en la intersección con el camino a Melipilla. Cerca del cruce ferroviario y casi sobre la línea del tren se alzan un par de precarias casuchas de madera y materiales de desecho. Flamea en una de ellas una desteñida y deshilachada bandera chilena , luciendo la triste contradicción del orgullo de sus habitantes de vivir en un país que les dio la espalda. En el lejano punto donde me encuentro ahora, a un costado del puente ferroviario que cruza elevado sobre la monstruopista Vespucio, se ven unas animitas; se observa en una de ellas una deslucida foto plastificada de una jovencita -muerta en el lugar- a la que se le agradecen variedad de favores. Una montaña de sucios osos de peluche y muñecas descansan apilados entre unos destartalados sillones desnudos exhibiendo su esqueleto hecho de palos y clavos y que están justo al frente del descuidado panteón. La animita con su techo de dos aguas se asemeja a una casita de juegos infantiles. Pobremente construida en medio de esa suciedad polvorienta, es un triste homenaje a la niña feliz y sonriente de la fotografía.


La tarde ya se tiñe de un rojo sucio oscuro por sobre las montañas lejanas. Me pongo la mascarilla y apuro el paso. Unas cuadras mas allá tuerzo el rumbo de regreso al hogar. Una vez en casa constato el avance del proceso de respaldo el que después de unas horas alcanza casi a treinta gigabytes.

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