Animitas


El recuerdo que tengo de mi niñez es como un lejano exilio blanco, le dice Klaus a su hijo Juan, que está sentado a su lado con la mirada perdida.


Juan, sin poder imaginar aquéllos lugares tan distantes que jamás conocerá, fija su mente en su propio pasado, cuándo de niño jugaban con sus dos hermanos en el barrial del caserío en que vivían, a un costado de un camino transitado.


Aquél camino, que se extendía en línea recta hacia el horizonte, llevaba, después de un par de horas o más, dependiendo del medio de transporte que escogieran, primero a un Puerto y luego a extensas playas de rocas y arenas blancas, bañadas por un mar azul de aguas frías y saladas. Juan sabía de su existencia, porque su madre siempre le contaba las historias que a su vez su abuelo ferroviario, le había contado a ella.



Juan, cada verano de sus escasos seis años, soñaba con conocer ese mar lejano y jugar en esas playas que su madre tan bien le describiera.


Aparte de contarle estas historias, su madre le enseñaba, cómo debía atravesar esa peligrosa vía, deteniéndose y mirando a un lado y al otro y esperar a que no viniera nada, antes de atreverse a cruzar. Tarea que se hacía más difícil en verano, cuándo una gran cantidad de automóviles, grandes buses repletos de turistas e incluso carretas tiradas por caballos, se dirigían a toda prisa de vacaciones o solo por el día, hacia la añorada playa.


Juan siempre tenía cuidado y una vez llegaban al borde del camino, se aferraba fuertemente a la mano de su madre como si aún fuera un niño dando sus primeros pasos.
Sin embargo, ese día diviso a lo lejos, algo que no había visto nunca antes, algo que llamó poderosamente la atención de Juan. Desde el otro lado del peligroso camino, clavados al piso, se podían ver varios pequeños remolinos de papel de diferentes colores y tamaños y en el centro del arreglo un gran florero con gladiolos y claveles rojos, blancos y amarillos, flanqueando  una pequeña casita cómo de su tamaño. Junto a estos, se encontraban alineados varios juguetes, entre ellos un balde con una pala para jugar a hacer castillos en la arena como su madre le había descrito que hacían los niños en la playa.


Juan entonces, sin pensar, arrebatado su espíritu por tan bella visión, se soltó de la mano de su madre y sin siquiera esperar o mirar para los lados, cómo le habían enseñado, se puso a correr, atravesando el peligroso y estrecho camino y en un gesto estiró sus dos brazos de niño, cómo queriendo abrazar los pequeños remolinos. A su espalda Juan escuchó por última vez la voz de su madre que pronunciaba su nombre en un grito desesperado, grito que fue repentinamente apagado por un golpe sordo, cómo las olas del mar pegando en un acantilado.

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